Hace poco estuvimos
dando un paseo entre cuentos, desgranando
y destrozando Las aventuras de Pinocho,
Caperucita Roja, El gato con botas o La bella durmiente. Resulta que, en
las versiones originales, ni Pinocho se volvía un niño de verdad, ni
Caperucita vencía al lobo, ni a la Bella durmiente la rescataba príncipe
alguno, ni el Gato con botas resultaba ser un animal simpático. Esto
de cambiar el final de los cuentos, como explicamos, no es ninguna rareza. La
mayoría de historias tradicionales y leyendas solían servir de entretenimiento
y enseñanza tanto para adultos como para niños y sus finales eran auténticas
moralejas. Con el tiempo y los cambios culturales algunos autores adaptaron las
leyendas populares cambiando los finales.
Es el caso de El
libro de la selva, publicado con ilustraciones en revistas en los años 1893
y 1894. Su autor, Rudyard Kipling, nacido en la India, fue el
primer escritor británico en ser galardonado con el Premio
Nobel de Literatura en 1907. El
libro de la selva no es solo la historia de Mowgli (que, al parecer,
significa rana), sino una recopilación de varios cuentos adultos, entre
ellos los ocho que narran la historia de este personaje. Los hermanos Korda
realizaron una película al respecto en 1940, cambiando partes de la
historia. A mediados de los 60 lo hizo también (el amigo de los niños) Walt
Disney, adaptando la historia al público infantil. Pues bien, aquí
llega el destrozo: en las versiones infantiles, quién no recuerda a Mowgli marchándose al final con la niña humana que aparece, dejando a
la pantera Bagheera y al oso Baloo más solos que un ocho en una fiesta de
ceros; pues, en realidad, en la obra original, los habitantes del pueblo no acogen bien a Mowgli y su familia
adoptiva es condenada a morir. Mowgli regresa a la selva y le pide a un
elefante que arrase el pueblo. Los lobos acaban con el ganado y Bagheera con
los caballos. El pueblo es destruido en su totalidad y pasa a ser propiedad de
los animales de la selva. Mucha sangre, muy propio de los cuentos de la India.
Ni La Sirenita, ese maravilloso y dulce cuento
de hadas del escritor danés Hans Christian Andersen se salva de este destrozo. Fue escrito en 1836 y publicado dentro
de la colección Cuentos de
hadas contados para niños. (Así que tranquilos, no habrá sangre… o puede que sí). En 1989 Disney adaptó la historia: puso nombre a la sirenita, se inventó una
mala (en el cuento era un ser neutral), eliminó una princesa de la cual estaba enamorado el príncipe y, sobre
todo, cambió el final. Con Disney encontramos un final feliz. Sirenita
(Ariel) con piernas y dándose el lote con el príncipe (Eric). En la versión
original, en cambio, la sirenita obtiene piernas por brujería a cambio de su
alma. Como maldición, nunca podrá volver al mar. Para colmo, el príncipe se casa con otra y ella se queda
compuesta y sin novio. El final: la sirenita se lanza al mar y, tristemente, se convierte en espuma.
Y si pensáis que esto es el colmo de la
tristeza, pues tenéis razón, aunque si hablamos de sangre espera a saber sobre Cenicienta. El italiano Giambattista Basile recogió la leyenda
en La gata Cenicienta.
Posteriormente, el francés Charles
Perrault escribió una versión en 1697 titulada Cenicienta o El zapatito de
cristal. Los hermanos Grimm
publicaron su versión en Cuentos de la infancia y del hogar.
También la versionaría Disney en 1950
basándose en la de Perrault. En general, todos acaban bien y felices. Sin
embargo, en alguna hay algo de sangre. En la de los Grimm, de hecho, las
hermanastras se amputan dedos de los pies para que les entre el dichoso
zapato de cristal. No solo eso, sino que, además, fracasado el intento y casada
Cenicienta, unos pájaros picotean los ojos de las dos hermanastras y las dejan
ciegas. A partir de ahí, a mendigar por las calles. Puede que algunos piensen
que obtienen su merecido pero, en cualquier caso, resulta realmente terrorífico.
Y eso es todo por
hoy, amigos, no dejéis que os engañen.
Carlos Álvarez
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