Cogí mi cámara de fotos, una Kodak
sencilla y amarilla que me habían regalado mis padres tiempo atrás. Me puse el
abrigo gris, el que más me protegía, y salí a la calle, a explorar la siempre bienvenida y animada
Navidad. Solía hacerlo a menudo, empujado por la soledad y también por un instinto
irrefrenable que me impulsaba —no sé
por qué— a captar los instantes perdidos, aquellos que nadie contemplaba.
Un leve manto blanco cubría las
calles de Madrid. Lo recuerdo perfectamente, tanto que todavía puedo sentir el
frío glacial congelándome las manos. Pero no me importó. Caminé por la avenida
observando a los paseantes, obviando la existencia omnipresente de los coches.
Buscaba detalles insignificantes y comunes, pero, a la vez, grandiosos, como la
fotografía que había realizado el mes anterior desde la mediana de la
Castellana, en la cual retraté una dominante y sobrecogedora marea de vehículos. Detalles que
estaban ahí, que existían, pero que nadie observaba. Buscaba hermosura
desapercibida, amores ocultos, caricias entregadas, miradas brillantes,
mezcladas con rabietas públicas, enojos pasajeros y felicidad fingida. Lo buscaba
todo sin buscar nada.
Fue en el parquecito arrinconado en
el que solían fumar tábaco los adolescentes, a