Cogí mi cámara de fotos, una Kodak
sencilla y amarilla que me habían regalado mis padres tiempo atrás. Me puse el
abrigo gris, el que más me protegía, y salí a la calle, a explorar la siempre bienvenida y animada
Navidad. Solía hacerlo a menudo, empujado por la soledad y también por un instinto
irrefrenable que me impulsaba —no sé
por qué— a captar los instantes perdidos, aquellos que nadie contemplaba.
Un leve manto blanco cubría las
calles de Madrid. Lo recuerdo perfectamente, tanto que todavía puedo sentir el
frío glacial congelándome las manos. Pero no me importó. Caminé por la avenida
observando a los paseantes, obviando la existencia omnipresente de los coches.
Buscaba detalles insignificantes y comunes, pero, a la vez, grandiosos, como la
fotografía que había realizado el mes anterior desde la mediana de la
Castellana, en la cual retraté una dominante y sobrecogedora marea de vehículos. Detalles que
estaban ahí, que existían, pero que nadie observaba. Buscaba hermosura
desapercibida, amores ocultos, caricias entregadas, miradas brillantes,
mezcladas con rabietas públicas, enojos pasajeros y felicidad fingida. Lo buscaba
todo sin buscar nada.
Fue en el parquecito arrinconado en
el que solían fumar tábaco los adolescentes, a
escondidas, realizando esa
acción furtiva e inmadura que ellos pensaban que los convertiría en adultos.
Junto a los columpios y ese aparatoso semicírculo de hierros coloreados que
debió provocar más de una herida. Ahí fue donde los encontré. Ellos, los
indigentes, se habían apoderado del parque y estaban desperdigados por la arena
y los bancos. Charlaban y bebían vino de cartón, el más barato que uno podía
encontrar. Llevaban guantes cortados o roídos que mostraban sus dedos helados,
capas de abrigos sucios y gorros encontrados. Sus rostros violáceos, atacados
por la baja temperatura, delataban sus rasgos eslavos. Eran hombres desplazados
de sus tierras, de sus orígenes y familias, voluntariamente o no, vete tú a
saber.
Necesitaba fotografiarlos. Eran
ellos el detalle que yo buscaba en ese día tan gélido que pertenecía a la
Navidad. Ellos y no otra cosa. Ellos y su tristeza tan aparentemente bien
llevada, escondida tras las risas que emanaban con alcohol. Ellos y su soledad
acompañada, su frío combatido hasta la muerte y sus ojos penetrantes, cazadores
de los restos, de lo caído, de lo que algunos abandonaban u olvidaban.
Me acerqué con cautela, caminando muy
despacio, temiendo meterme en terreno vedado y peligroso. Recuerdo que algunos
de aquellos rostros duros y agrietados me miraron enseguida, clavando sus ojos
expertos en mi inocencia. Entonces, cuando estaba tan cerca que un solo paso más me adentraba
en su mundo tan desconocido y desdeñado, uno de ellos, de pelo rubio y lacio,
avanzó hacía mí y observó con melancolía la cámara de fotos que llevaba entre
las manos, delante de mi pecho.
¿Puedo?, me preguntó estirando su
mano fuerte, gruesa y que, por un instante, me pareció hostil. Pero yo no pude
negarme. Le pasé la cámara sin saber si la volvería a tener entre mis manos. Él
comenzó a dar órdenes vagas a sus compañeros, juntándolos entre risas y bromas,
chanzas dichas en una lengua desconocida para mí. Superando las deficiencias
físicas que le causaba el exceso de alcohol injerido, tomó una foto de aquel
grupo tan extraño. Después, se acercó hasta un banco donde dormía la mona uno
de ellos, con los brazos estirados sobre su cabeza y una rodilla doblada, y,
tras girar la cámara, realizó una fotografía
original y divertida en la que el indigente dormido parecía estar
ejecutando un movimiento de ballet. Entre risas, me entregó la cámara y me
pidió que le hiciera dos fotos. En la primera, imitó la posición de su
compañero dormido, en la segunda, se estiró la ropa y se colocó serio, dejando
su mejor imagen para la posteridad.
Me contó su historia, real o
inventada, no lo sabré jamás. Había sido fotógrafo e ingeniero, pero, al venir
a Madrid, todo en la vida le había ido mal. Eso decía. Me pidió unas monedas y
confesó, sin tapujos, que eran para comprar más vino. Yo, avergonzado por vivir
mejor que él, por tenerlas, por no habérselas ofrecido antes, saqué todo lo que
tenía en el bolsillo y se lo di. Unas pocas monedas y dos billetes. Noté las
rápidas miradas de los demás contemplando la limosna con codicia. Me incomodé.
Me fui de allí reflexionando... y
veinte años después, mientras aprovecho la Navidad para mirar las fotografías
que conservo, me pregunto si todavía me quedan cosas por aprender de aquel
peculiar encuentro y me pregunto también qué habrá sido de aquel pobre
indigente que bailaba ballet mientras dormía y del fotógrafo que quiso
conquistar Madrid y que acabó por arrojar su vida entre cartones de vino barato.
Feliz Navidad, feliz año y mucha
suerte, allí donde estéis los dos. No os acordaréis de mí, pero yo me acuerdo
de vosotros.
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